domingo, 30 de mayo de 2010

La novela gráfica, de Santiago García

Por más que nos guste hablar del libre albedrío, de los logros de la voluntad o del destino en nuestras manos, lo cierto es que el ser humano se encuentra siempre sujeto a las restricciones que le imponen las condiciones de posibilidad, de espacio y de tiempo. O de algo así nos quiere convencer el materialismo. Y si el ser humano está sujeto a estas restricciones, ni digamos ya el cómic, donde las exigencias del mercado, las posibilidades de impresión e incluso la consideración social hacia el mismo han venido lastrando históricamente su desarrollo como forma de expresión artística válida. Esa es la historia a la que pasa revista Santiago García en La novela gráfica, la de los casi dos siglos de limitaciones e imposiciones que viene sufriendo el noveno arte por culpa del mercado y la poca estima que le tiene la sociedad. Pero también la de su lucha por encontrar una vía que le permita liberarse de estas restricciones.

Para ello, Santiago García parte de dos momentos fundacionales que marcan de forma decisiva la evolución del cómic a través del tiempo: el primero, que podría considerarse en puridad como el de su alumbramiento, lo fija allá por el primer cuarto del siglo XIX con las historias en garabatos de Rodolphe Töpffer; por su parte el segundo, que señala su transformación en producto de consumo, lo establece en el último cuarto de ese mismo siglo con la aparición del Hogan´s Alley de Richard F. Outcault en las páginas del dominical del New York World. Y es que según Santiago García, la historia del medio bien podría leerse como el largo y dificultoso camino de regreso emprendido por el cómic para desprenderse de las consecuencias acarreadas por el segundo momento fundacional y recuperar así la situación de la que disfrutaba tras el primero. Es decir, la de la lucha por superar las deficiencias que caracterizan al producto de consumo destinado a las masas, que apenas tiene que ver con el arte, donde toda decisión creativa queda supeditada a las necesidades materiales, y regresar a las virtudes de la obra artística consciente de su propia condición, dueña de sus recursos y libre en sus elecciones. Y digo camino de regreso porque como se nos explica en La novela gráfica, ya en sus orígenes y durante casi medio siglo, el noveno arte habría gozado, o al menos parcialmente, de esa consideración que después perdería por completo. No olvidemos que desde su nacimiento y hasta que alcanza la popularidad a través de las tiras de prensa, el cómic es visto más bien como una curiosa variante de la pintura, y que incluso artistas del renombre de Gustav Dore ensayaron con sus posibilidades artisticas. Así el punto culminante de este primer periodo podríamos situarlo en obras como las de Lynd Ward y Max Ernst que, ya bien entradas en el siglo XX, supusieron notables precedentes de la novela gráfica actual.

Sin embargo esta primera línea de evolución se truncaría a raíz del éxito y la masificación del cómic de prensa americano, y del cómic-book después. Un éxito y una masificación que no sólo afectaron al proceso creativo del cómic, sino también a su status social. Lo cual constituye toda una tragedia de hondas repercusiones para un medio dónde forma y contendido se encuentran tan inextricablemente unidos. Porque su transformación en producto de consumo significó poner en manos del mercado un aspecto tan esencial para el mismo como pueda serlo el formato de impresión, o sea, el tamaño, las dimensiones o incluso el número de páginas de la que debe constar cada obra. Así, transformado en mero objeto físico, los contendidos quedaron relegados a un segundo plano, teniendo siempre estos que adaptarse a las peculiaridades del formato, a lo que resultara vendible en cada momento. Pero por si fuera poco, también la consideración social del medio presionó negativamente a los autores para que limitasen sus asuntos a aquellos que se suponen propios de un cómic. Caso paradigmático de esta presión lo encontramos en lo sucedido en los años 50 con los comic de la EC, donde se instó a toda la industria a ajustar sus temas a las características de un tipo de lector, el infantil, que se le daba por supuesto y por narices, en lugar de entender, como sería razonable, que si sus contendidos no eran propios del público infantil debería ser más bien porque en verdad no era aquel el público al que iban dirigidos. Por supuesto el concepto liberador, el final del camino tras tantas luchas, se encuentra en el formato de la novela gráfica; un formato sin contendidos prefigurados que no se debe a ningún género y que no se limita a ningún público. En verdad, un formato sin formato que toma al propio relato como punto de partida para definir todo lo demás.

De esta manera, con prosa amena que sin embargo no renuncia al rigor, La novela gráfica traza el fascinante itinerio seguido por el medio y sus autores en busca de su emancipación; un estudio documentado y serio como no suele ser frecuente en el tema, y que sin duda supondrá por méritos propios un referente para trabajos futuros. Para mí, junto al Entender el cómic de McCloud y Los lenguajes del cómic, de Barbieri, lo mejor que se puede leer en castellano con respecto a la teoría del cómic.

2 comentarios:

  1. Otra entrada comiquera: otro exquisito plato para mi selecto paladar.

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  2. Bueno, lo exquisito de verdad es el libro de Santiago García, muy muy recomendable.

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