miércoles, 26 de marzo de 2008

Soy un machista incorregible: Sentar la cabeza

O eso empiezo a pensar a tenor de las veces que me he ganado, para mi sorpresa, mi desagrado y contra mi opinión, dicho calificativo. La última vez por esa especie de híbrido entre narración y notas que es Sostenella y no enmendalla (no aquí, donde ha sido recibido con total y justa indiferencia, sino en otra región digital). A mí que me lo expliquen. Bueno, en verdad me lo han explicado: por lo visto el detonante ha sido el uso del adjetivo solterona y el hecho de relegar a un papel pasivo al personaje femenino. Ya te digo. Pues nada, como ya empiezo a estar hasta las narices -y más debajo también- de cierta forma de feminismo hipersensible con tendencias a criminalizar todo lo masculino para glorificación de todo lo femenino, cuelgo como rabieta esta mini que por falta de interés había preferido no colgar hasta ahora. Sobre todo por fastidiar y porque en su día (en otras regiones digitales, of course) hubo quien insinuó también sus inclinaciones machistas:

Sentar la cabeza

"Como todas las noches, Pamela Hilton , modelo, actriz, millonaria excéntrica y soltera empedernida, sueña, mecida por el agotamiento y el hastío de otro amor fugaz , con el hombre que ha de tiranizar su corazón, le haga sentar la cabeza, la lleve ante el altar y le dé, al fin, la estabilidad sentimental que jamás ha conocido y que tanto anhela. Y en cada noche, y en cada sueño, es siempre un hombre distinto

Ya ven, está cosa tan inocente también levantó en su momento alguna que otra protesta airada. Porque por lo visto presenta una visión frívola de las mujeres. Lo cual no deja de tener su gracia, sobre todo habida cuenta de que en la mini no hay más que una. Lo curioso es que si hice que fuera la mujer la que se “aprovechaba” de los hombres fue precisamente para que nadie me acusara de mostrar a las féminas como simples objetos sexuales. Pero nada, no hay manera, si la mujer es la promiscua y usa a los hombres, malo; si es al revés, peor todavía. En fin, que no entiendo nada.
¿Y el resto qué...?

lunes, 24 de marzo de 2008

Donde hoy digo Diego, mañana ya veremos qué diré, Rodolfo...

Entre que no tengo ganas de escribir y que escarbando por allí uno se encuentra con videos tan bonitos como este, al final terminaré por convertir mi blog en una sucursal modesta y algo rojilla del tubo. Hoy veremos un hermoso y didáctico recordatorio de esa gloriosa y épica época ya pretérita y posiblemente finiquitada por muchos años en la que regía en nuestro santo país la unidad y la firmeza al abrigo del manto popular. No como ahora, con el ZP y sus ocurrencias.



Lo curioso es que acaso tiempo habrá en el que todo lo que han dicho al respecto durante estos años quieran también olvidarlo. Por mi parte estoy convencido de que así será el día en el que el panorama político vuelva a cambiar y se parezca a cuando ETA era el movimiento de liberación vasco.
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domingo, 23 de marzo de 2008

Por una cabeza

Tanguea, tanguea… lo canta el Gardel, lo baíla el Suarseneger, lo baíla el Pachino , lo tocan hasta los chinos. Y no es el chiki-chiki. Veámoslo:

Uno: El Gardel



Dos: El Suarseneger



Tres: El Pachino



Cuatro: Hasta los chinos



Tanguea, tanguea…
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martes, 18 de marzo de 2008

Qué grande es el cine: Buster Keaton

Qué grande fue este genio del cine mudo, del cine cómico y del cine sin más, y qué pena que en su tiempo se viera siempre relegado a la sombra de ese otro genio y amigo que fue Chaplin. En fin, he aquí mi modesto tributo a su memoria.

Presentación a cargo de Gonzalo Sebastián de Erice




De El moderno Sherlock Holmes



Las siete ocasiones



El maquinista de la General




El héroe del río



Y un Mix para acabar:


Pues eso, una figura inmensa a reivindicar.

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viernes, 14 de marzo de 2008

La vida breve

A Martín Provisorio más le hubiera valido conocer más literatura, pues apenas había cumplido sus primeras veinte o treinta palabras de vida cuando ya su existencia alcanzaba a su Fin.


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No me dejes nunca, de Jason

¿Qué tienen en común la melancolía de Jason, la bohemia de la Generación Perdida y el montaje de un film de Tarantino? Pues que todos aportan su granito de arena a la composición de No me dejes nunca.

A partir de las andanzas parisinas de personajes de la talla de Hemingway, Pound, Joyce o Scott Fitzgerald y su inseparable e insufrible Zelda, Jason levanta acta de las penurias, dudas y amarguras que tuvieron que soportar estos genios literarios en aras de su arte; de los sacrificios con los que estos soñadores hipotecaron sus vidas y las de sus familias a cambio de una gloria incierta y una marginación segura. Pero lejos de conformarse con el retrato costumbrista, Jason aspira a adueñarse de los personajes y a hacer suyo sus destinos: en el París bohemio de No me dejes nunca Hemingway entretiene las tardes en los cafés haciendo bocetos a lápiz en su cuadernillo, a Zelda ya no le divierte ayudar a Scott Fitzgerald a rellenar los negros de sus páginas y el mayor defecto de Tolstoi es que aun sin ser un mal dibujante todos sus personajes tienen la misma cara. Porque los artistas aquí, además de ser animales antropomórficos -o Jasonmórficos si se prefiere-, ya no sueñan con convertirse en pintores o escritores de renombre, sino en alcanzar a ser grandes historietistas. Y tampoco se resignan pasivamente a su suerte: lejos de lo que señala la Historia, los personajes de Jason se aventurarán en un final sangriento que tanto por forma como por argumento recuerda poderosamente al desenlace de la estupenda Jackie Brown de Tarantino. Lo que no deja de ser un giro sorprendente para quienes conocemos al Jason intimista y distante, casi autista, de Espera o ¡Chhht!

En fin, una propuesta interesante que invita a soñar con ese escenario ideal en el que el cómic usurpase el lugar privilegiado de la literatura, centrase el esfuerzo creador de los genios con los que ha contado aquella y de paso desarrollase una tradición, una teoría y una crítica propia al mismo nivel. Una idea que nos hace la boca agua a los aficionados al noveno arte pero que no creo que lleguemos a conocer jamás.

Puntuación: 8

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jueves, 13 de marzo de 2008

Apuntes para una narración que nunca escribiré: Sostenella y no enmendalla.



Nuestro protagonista es joven, tendrá si acaso veintidós o veintitrés años, o tal vez ni eso; no nos importa, lo único que debemos saber es que es ciertamente muy joven y que exigido por las circunstancias se ve en la obligación de decidirse entre embarcar hacia Occidente o hacia Oriente. Si los lectores lo prefieren pueden imaginarse que huye del infernal ambiente de un hogar despótico, o tal vez de las consecuencias de un crimen horrendo, o si no quieren ser tan tremendistas, de las de un embarazo no deseado. Como gusten. El caso es que esa noche duerme en la posada de un pueblo portuario cualquiera y allí mismo, a sabiendas de que ambos caminos le son igualmente inescrutables, cede su elección al capricho de una moneda marcada a cuchillo. Después la entierra a los pies de la peña más recóndita que encuentra en la playa, sellando definitivamente su destino, pongamos por caso, embarcarse hacia Oriente, que siempre resulta más exótico y sugestivo para cualquier narración que se precie. De esta forma viaja durante tres días rumbo al continente amarillo cuando, al cuarto día de navegación, la goleta que lo trasporta es abordada por un navío pirata, siendo hecho prisionero y vendido en el mercado de esclavos de la isla más próxima al módico precio de 50 piezas de oro.

Resignado, a nuestro héroe no le queda más remedio que soportar durante los siguientes diez años todo tipo de vejaciones y trabajos infrahumanos hasta que ahorra lo suficiente para poder comprar su libertad. O diseña un astuto plan para escapar de la tiranía de sus explotadores. O lidera valientemente una revuelta de esclavos, mismamente como Espartaco. Quede eso también a la elección del lector de estas notas. Lo cierto es que sea como fuere, decidamos lo que decidamos, nuestro protagonista, ya treintañero, se alistará después como voluntario para combatir en alguna de las innumerables guerras que asolan al mundo desde el inicio de los tiempo. Sacrificando la coherencia del relato en el altar del dramatismo podemos situarlo en las ardientes arenas del desierto, bajo las órdenes del Mariscal Rommel, por ejemplo. Allí, además de padecer los rigores del desierto, verá morir en sus brazos a un sinfín de amigos y compañero, hasta que definitivamente sea apresado en la batalla de El Alamein y pase el resto del conflicto entre las penurias y los abusos de un campo de prisioneros.

Por una cosa u otra para cuando concluye su transito por la guerra ha cumplido ya cuarenta años y ahora vagabundea por el lejano Oriente durante la siguiente década emprendiendo cualquier aventura comercial que mi imaginación o la del lector pueda concebir , a condición, eso sí, de que fracase estrepitosamente en todas ellas, con lo que los cincuenta le sorprenden sumido en la más absoluta miseria, aunque aun con el ánimo y las fuerzas suficientes para trasladarse hasta Alaska y participar de la locura que la fiebre del oro desató en la región.

Durante los siguientes diez años veremos –o veríamos si esto fuera escrito alguna vez- a nuestro protagonista ir de yacimiento en yacimiento, de veta en veta, consiguiendo apenas extraer lo justo y necesario para seguir muriéndose de hambre por un tiempo más. Y si en alguna ocasión el azar es generoso con él, lo gasta pronto en los salones y prostíbulos de las innumerables ciudades que nacen y mueren al calor de los buscadores de oro. Así, en uno de esos escasos golpes de fortuna contraerá una enfermedad venérea que lo obligará a abandonar definitivamente esta vida y a recluirse en un sanatorio durante al menos un par de años. Cuando es dado de alta, envejecido, con más de sesenta años y una salud tan debilitada como su ánimo y su bolsillo, se instala definitivamente en un pequeño pueblo donde abre un modesto taller mecánico, asienta la cabeza, va a misa de doce todos los domingo y conoce a una madura solterona local con la que descubrirá por vez primera el amor.

Los siguientes años serán los más felices de su vida, si no los únicos: se casa, el negocio prospera, compra una hermosa mansión estilo colonial y pasa con su esposa los fines de semana cuidando de su jardincito. Ella bromea echándole en cara el que la haya hecho esperar tanto tiempo antes de decidirse a aparecer en su vida. Aunque esta etapa se extienda apenas durante otra década, interrumpiéndose abruptamente por la muerte de Ann -llamémosla así, aunque ese nunca fue su nombre- él se siente tan agradecido de haber podido compartir con ella su dicha durante este breve periodo que da por bueno todos los padecimientos soportados a lo largo de su desgraciada existencia y concluye que al fin y al cabo acertó cuando en su momento eligió embarcar hacia Oriente y no hacia Occidente. De hecho le entra pánico con solo pensar en la posibilidad de haberse decidido por la otra alternativa y no haberla conocido jamás, lo que hubiese extraviando sin duda su vida en el más absoluto de los sinsentidos.

Y aquí podríamos terminar nuestro relato, si es que fuera nuestra intención contar una historia de moraleja y final feliz. Pero no lo es, así que un día, siendo ya un viudo septuagenario con demasiado tiempo libre que perder, se decide a pasar unas vacaciones en la playa de un pequeño pueblo portuario situado apenas a un par de jornadas de viaje, dirección este, de la localidad en la que se ha establecido definitivamente, la misma en la que ha conocido la felicidad. Allí, ocupado en los juegos que se quiera, preferiblemente alguno propio de su edad y condición, escarba al pie de una peña considerablemente alejada del mar y se reencuentra con la misma moneda marcada a cuchillo que enterrase hace ya tantos años , hecho este con el se pondrá, ahora sí, punto y final a la narración, permitiendo al lector llegar a sus propias conclusiones, aunque no sin antes dar a entender que nuestro personaje ha comprendido a carta cabal el verdadero sentido y significado que se oculta tras tan tedioso cuento.

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martes, 11 de marzo de 2008

Gandhi, de Richard Attenborough

En esta época de desprestigio para las ideologías pacifistas, en esta hora de olvido de las tesis armonistas de Kant –y las alianzas de civilizaciones zapateristas- relegadas por el triunfo de la confrontación y de la lucha de todos contra todos de Hobbes –y Bush y nuestros émulos patrios y sus némesis necesarias- no está de menos reivindicar la figura escuálida y legendaria del hombre que con su filosofía de la no violencia se convirtió en referente moral ineludible del siglo pasado. Es cierto que Gandhi no fue exactamente esa especie de santo inasequible a las pasiones humanas que nos muestra la hagiografía de Attenborough; es verdad que como cualquiera tuvo sus luces y sus sombras, sus debilidades y su incoherencias, algo que por lo visto pesó bastante para que jamás le fuera otorgado el Nobel de la paz, pero no por ello se podrá dejar de reconocer que con todo fue un personaje realmente excepcional dentro del contexto de colonialismos brutales, guerras mundiales sanguinarias y campos de exterminios y Gulags inhumanos que imperaron en su tiempo. En este sentido, la película resalta esta faceta épica, casí sobrehumana, del personaje, mostrando siempre su incorruptible compromiso con la reivindicación no violenta de los derechos de su pueblo y elevándolo a la categoría de apóstol de esa misma desobediencia civil que promulgara en sus escritos el bueno de Thoreau, siempre dispuesto a morir por sus ideas, pero jamás a matar por ellas. Y la verdad es que a pesar de no alcanzar los niveles de excelencias de un Lawrence de Arabia, su referente más claro y directo, lo cierto es que el resultado es cuanto menos emocionante y muy ameno, siendo, acaso, su principal inconveniente el hecho de que en el afán por abarcar demasiado a veces la narración se vuelva excesivamente fragmentaria y deshilvanada. En todo caso, una muy digna película cuyas enseñanzas bien merecen ser recuperadas. Y todo esto sin mencionar la impresionante caracterización de Ben Kingsley.

Pues nada, que hoy, como siempre, no tengo demasiadas ganas de escribir.

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domingo, 9 de marzo de 2008

La avenida Dropsie, de Will Eisner

A ver, papel y lápiz, goma de desequivocar, calculadora científica, calculadora socióloga y calculadora filósofa; Excell, Lotus 1,2,3, y Contaplus; sí, estoy listo para echar cuentas: sumo dos y me llevo una, aquella otra la dejo a deber y esta la integro con el seno, el coseno y la arcotangente; lo cambio todo por el tercer percil y le hallo la media de seda que el otro día se me perdió, le miro la moda -aun no quedó desfasada- y me salto la mediana, que a estas alturas ni el tráfico ni la ecuación la necesitan ya para despejar la incógnita: ajá, los números no mienten; a pesar de mis reticencias iniciales no puedo continuar negando el hecho de que en general me gustan mucho las novelas gráficas del maestro Eisner. Y eso que después de haberlo conocido durante un tiempo exclusivamente por su insuperable trabajo en The Spirit, mi primeros acercamientos a su obra posterior no fueron precisamente lo que se dice entusiasmantes: con toda su fama a cuestas, Contrato con Dios me defraudó bastante, mientras que Último día en Vietnam, El edificio, Pequeños Milagros, Fagín el judío o La conspiración tampoco me acabaron de convencer demasiado. Vaya, y sin embargo cómo serán los méritos de El soñador, Viaje al corazón de la tormenta, Las reglas del juego, Una cuestión de familia y ahora La avenida Dropsie, que sin duda alguna inclinan el fiel de la balanza a su favor, desbordan sobradamente cualquier defecto de las anteriores y me obligan a rendirme a la evidencia de que el genio de Eisner no se agotó en la siete páginas semanales del justiciero enmascarado.


La avenida Dropsie nos propone realizar, a lo largo de más de un siglo de vivencias, un extenso y emotivo viaje al corazón de este imaginario barrio neoyorquino, alter ego y trasunto indisimulado del Bronx Sur en el que se crió y vivió durante tantos años el propio Eisner. Así, en su sereno fluir de personajes, en su constante discurrir de idas y venidas, siempre afanados en la incesante lucha por alcanzar una vida mejor, le iremos tomando el pulso a este singular escenario del drama humano; a este anecdotario sencillo y humilde de personas no menos modestas que acaso nunca figurarán en los anales de la Historia con mayúsculas pero que sin embargo se gravan con gran intensidad en la memoria, dejando la sensación de estar asistiendo al fluir sincero de la vida despojada de artificios. Y es que en La avenida Dropsie todo parece fluir: los edificios, a los que vemos nacer, ser habitados, abandonados y finalmente sustituidos por otros; las corrientes migratorias de los pueblos que a lo largo del siglo pasado hicieron grande a su manera a los Estados Unidos: irlandeses, italianos, hispanos, gente de color, hippies, gentes marginales buscando su sitio entre sus calles; o los conflictos propios de cualquier convivencia: encuentros y encontronazos, luchas, cooperaciones, odios y amores; pero sobre todo el tiempo. Porque si algo ha de ser La avenida Dropsie no será otra cosa que un monumento erigido a la memoria del tiempo, un tributo levantado sobre el ladrillo de los recuerdos y el cemento de la nostalgia. Ya digo, el sentido homenaje de Eisner a la vida de su barrio de siempre.



En cuanto a la forma narrativa, cabría decir que la novela gráfica se ajusta al habitual estilo elíptico y veloz desarrollado por el neoyorquino después de The Spirit; sin embargo tengo que puntualizar que si generalmente, como ya he comentado infinidad de veces en este blog, no me agrada demasiado ese modo de contar, en el caso que nos ocupa se revela como la estrategia narrativa perfecta para un tipo de historia que apuesta su capacidad de persuasión a su ágil y convincente acumulación de tiempos, situaciones y personajes.


En fin, otra maravilla más del maestro.


Puntuación: 9





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Da que pensar

Si la entrada anterior no os parece suficiente motivo para pasaros la tarde reflexionando, aquí os transcribo un pequeño cuento ruso referido y leido en "El mito de la felicidad. Autoayuda para desengaño de quienes buscan ser felices" de nuestro polesmista favorito, don Gustavo Bueno. Dice así:

Dios promete a un campesino concederle lo que desee, pero con una condición: su vecino recibirá el doble que él. El campesino, tras meditar largamente el ofrecimiento de Dios concluye: sácame un ojo.

Revelador.

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Más momentos musicales inolvidables: memoria del futuro

Este año sí; este año nuestro destino en Eurovisión será responsabilidad nuestra y sólo nuestra; por una vez lo que pasará –lo mismo que ha pasado siempre- será de una justicia casi divina . Un momento musical inolvidable que sin haber acontecido aun forma parte ya de nuestro anales (en el sentido que os dé la gana) musicales. Como para perdérselo.


Oh, sublime.

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sábado, 1 de marzo de 2008

Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson

De Paul Thomas Anderson apenas había podido disfrutar hasta la fecha de Boogie Nights, una provocativa crónica del cine porno americano de los setenta a la que tal vez le falta algo de brío, y de la estupenda Magnolia, un drama coral con personajes originales bordeando lo raro y una puesta en escena eléctrica que capta con energía la atención del espectador. Y nada más. Y nada más sobre todo porque tampoco había mucho más; Pozos de ambición es sólo la quinta película del director americano. Y sin duda alguna la peor de las tres que le he visto hasta el momento: si Boogie Nigths carecía de nervio, Pozos de ambición no tiene ni pulso ni respiración ni na de na.

Basada en la novela Petroleo de Upton Sinclair, se ve que Anderson ha querido echar aquí el resto y hacer su particular versión del “Más grande que la vida”, ese típico y prestigioso producto hollywoodiense, espectacular pero supuestamente serio, con el que los grandes estudios pretenden convencer por estas fechas a los críticos de que allí también se hace buen cine, y de paso arrasar en la ceremonia de los Oscars. Ah, pero el intento en esta ocasión no ha colado, fundamentalmente porque lo que les ha salido es un tostón indigesto sin alma ni interés; un film muy bien fotografiado y ambientado, eso sí, pero también muy frío, muy distante y muy me importa un comino si los personajes se mueren todos de escarlatina o si se cambian de sexo. Y eso que parte de un argumento en principio muy prometedor: Daniel Day-Lewis es un audaz empresario petrolero al que veremos hacer fortuna a lo largo de las tres primeras décadas del siglo pasado con su mezcla de arrojo, astucia y completa falta de escrúpulos (los tres mandamientos indispensables del buen empresario y que yo resumiría en uno solo: ser un auténtico hijo de puta).

Alguien que, contrariamente a lo que sugiere el pésimo título que le han encasquetado en nuestra España sin complejos -esa nación tan vieja y tan admirable que ofrece las mejores oportunidades pero que también sabe ser exigente- hace lo que hace no por ambición sino por carácter; porque es lo único que sabe hacer, para lo único que vale y lo único que le distrae. Ya lo dice el propio Day-Lewis y si no, ¿en qué voy a ocupar mi tiempo?”. Y eso mismo me pregunto yo, ¿en cuántas cosas mejores no podía haber yo empleado mi precioso tiempo?


Pues eso, una mierda de la que no merece la pena seguir hablando. Por cierto ¿os habéis fijado en lo académico que se ha vuelto últimamente mi reseñar?

¿Y el resto qué...?