martes, 28 de febrero de 2006

Truman Capote


"Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”

De esta guisa se describía Truman Capote a sí mismo en Música para camaleones. Una descripción precisa pero incompleta, porque Capote, además de esto era también otras muchas cosas más: el pueblerino que creció en lo más aislado de la América profunda y que sin embargo supo vencer los obstáculos que ello le acarreó para acabar conquistando los más refinados ambientes neoyorquinos o el hombre dotado de una extraordinaria sensibilidad pero incapaz de amar a nadie más que a si mismo. Y es que si la observación minuciosa de la de vida de cualquier persona se transforma inevitablemente en una sucesión de luces y sombras, más aun lo será si el objeto de nuestra investigación es un personaje de la desmesurada complejidad de Truman Capote.

Una desmesura que, por otra parte, invitaba a pensar en una interpretación pasada de rosca y en un film de tono excesivo. Sin embargo, lo cierto es que por una vez, y sin que sirva de precedente, los magnates de Hollywood –esos seres que se caracterizan por tener una caja registradora donde los demás mortales tenemos el corazón- han sabido renunciar al espectáculo fácil para crear una película que basa sus virtudes precisamente en la más que ajustada interpretación de Philip Seymour Hoffman, amanerada, como no podía ser de otra forma, pero contenida (para apreciarla en su justa medida es aconsejable verla en su versión original) y en un sólido e inteligente guión que no carga las tintas sobre los capítulos más escabrosos y sensacionalistas de su vida, sino que se sirve del proceso de creación de su más conocida novela – A sangre fría- como única coartada para presentarnos un retrato profundo y complejo del ser humano. Y es que Truman Capote es más una película sobre la gestación de la novela que una biografía del propio escritor.

Y sin embargo no por ello el film de Bennett Miller deja de mostrarnos los abismos a los que el escritor se enfrenta llevado por sus irresolubles contradicciones. Se nos muestra a un Capote de una sensibilidad acerada, capaz de producir páginas de una belleza exuberante y de una egolatría no menos acerada, incapaz de interesarse en el caso de Perry Smith más que por cuanto de sí mismo puede reconocer en él. Capote se ve reflejado en Perry como si de un espejo roto se tratará; sabe que su vida podría haber sido la de Perry y de Perry la suya. Con todo, llegado el momento, ese interés se desvanece, quedando únicamente el deseo del escritor por que la historia llegue a su fin y recoger así los frutos de su trabajo.

En fin, una película más que interesante que bien vale lo que os pidan por la entrada.


¿Y el resto qué...?

lunes, 27 de febrero de 2006

Viejos amigos

Llegué a la casa roja, en Montagnola, cerca de Lugano, en una desapacible noche invernal de viento frío y lluvias incesantes que no me permitían continuar con mi viaje. Me hallaba por aquel entonces enfebrecido y deseoso de asimilar las vivencias del Teatro Mágico, ávido por consagrarme a las enseñanzas del hermoso Pablo y de los inmortales Goethe y Mozart, impaciente por honrar el sacrificio de mi amada Armanda; llevaba conmigo las cien mil figuras del juego de la vida y estaba dispuesto a reiniciar su práctica, estaba dispuesto –esta vez sí- a aprender a reír.

Me recibió, apenas intuido entre las escasas luces de aquel cielo oscuro, un cartel cuya inscripción “Viajero prosigue tu camino, aquí no eres bienvenido” hizo revolverse y agitarse al lobo dentro de mi pecho, aullando y riendo ante la posibilidad de e
ncontrar un alma gemela. El escrupuloso cuidado del jardín demostraba tal vez el amor que su dueño debía sentir por la naturaleza; lo distante de su localización y el mismo cartel acaso probasen el poco agrado que le inspiraban los hombres y sus leyes. Se trataba de un anciano de venerables ojos azules que tras sus redondas gafas de miope pareció sorprenderse grandemente ante mi presencia. Sin embargo no tuvo inconveniente alguno en acogerme en su casa: más bien al contrario, se mostró extremadamente amable y atento ofreciéndome ropa seca y una agradable cena caliente. Tampoco rehusó la conversación.

Reconocí de inmediato en él a un espíritu refinado, amante y sensible de las bellezas del mundo, sin duda amigo de los inmortales pero no por ello menos consciente de sus crueldades y horrores. Una aterradora familiaridad me impulsaba a interrogarlo, a querer saber de él, acaso con la esperanza de que pudiera ayudarme a comprender mejor lo sucedido en el Teatro Mágico.

-Parece que gusta usted de vivir distanciado del mundo, lejos de la compañía de los hombres- me atreví a preguntarle.

-¿Cómo podemos, Harry, medir nuestra distancia con respecto al mundo? – me sobresaltó comprobar que conocía mi nombre. -¿No es esto acaso también parte del mundo? Tenemos la costumbre de trazar líneas y medirlas. Adoramos la línea recta porque es el camino más corto entre dos punto, pero olvidamos que es también la única, que se no impone, que nos coarta y mutila. Una sola línea entre dos puntos. ¿Cuántas líneas, cuántos radios podríamos trazar sin embargo en un circulo? Infinitos. Infinitos caminos, infinitas experiencias, infinitas vidas, todas partiendo de un mismo punto central para extenderse a través de circulo. De nuestro yo más íntimo al mundo. No podemos rehuirlo, Harry, estamos en él y él está en nosotros.

Me admire de la cordura y la sensatez de sus palabras que venían a confirmar la impresión que de él me había formado: no estaba ante un hombre vulgar, incluso pensé en que tal vez me encontrase ante el autor del “Tratact del lobo estepario”. Fue precisamente el lobo quien me exigió pedirle cuentas por la inscripción del cartel de la entrada.

-"Cuando uno es viejo y su trabajo está acabado tiene derecho, en la quietud, a trabar amistad con la muerte. No necesita a los hombres. Los conoce; ya los ha visto bastante. Lo que necesita es tranquilidad. No está bien buscar a este hombre, abordarlo, molestarlo con charla. Lo correcto es pasar por la puerta de su casa como si nadie viviera aquí.”
Es del sabio chino Meng Hsich y cuelga en el recibidor de la casa. Mis días tocan ya a su fin, Harry, es hora de retornar al seno misericordioso de la Madre Naturaleza. Pero no debes pensar por ello que durante el transcurso de mi vida he rechazado la compañía de los hombres. Sólo entre ellos se puede aprender a vivir, sólo ellos te enseñaran las mil caras del Espíritu. Se que estos son tiempos difíciles para las almas sensibles y que no es siempre agradable el trago que se destila de su compañía, pero debes comprender que sin el intimo descubrimiento de lo desagradable, sin la viva experiencia del dolor e incluso sin la estrecha amistad de lo que es mediocre y aburguesado, nunca podrás alcanzar el conocimiento profundo y verdadero de tu propio ser. Intégralo todo dentro de ti, Harry, armonízalo, hazlo una sola melodía y ámala hasta la desesperación como si de ello dependiera tu redención.

Le escuchaba extasiado recibiendo cada palabra como si de un precioso regalo se tratará. Pero, ¿quién era este ser que tan bien me conocía, como sólo hasta ahora lo había hecho Armanda? ¿Qué significaba esta nueva experiencia, tan distinta a la del Teatro Mágico, pero sin duda no menos reveladora? Pareció darse cuenta de los dilemas que inquietaban mi alma.

-Este encuentro, Harry, prueba que has asimilado bien las enseñanzas del Teatro Mágico. Es posible que te halles al fin muy próximo a alcanzar el descanso que tu corazón anhela. Pero no olvides nunca, como hoy he recordado yo, que los viejos fantasmas no nos abandonan jamás. Tarde o temprano volverán a visitarte: cuando lo hagan, acéptalos y trátalos como a viejos amigos.

¿Y el resto qué...?

Mi libro de cabecera

Si existe una novela que pueda considerar mi libro de cabecera y a la que me gusta volver de cuando en cuando como se vuelve al hogar verdadero, esta es sin duda El lobo estepario de Hermann Hesse. Debo haberla releído como unas siete veces desde que la leyera por primera vez en mi adolescencia tardía. Y es que cada vez que ando con el ánimo bajo o siento que el mundo es un lugar inhóspito, frío y ajeno, corro a refugiarme al amor de sus páginas. Teniendo en cuenta esto y considerando la frecuencia con la ocurre, os podéis hacer una idea aproximada de mi fragilidad emocional.

En fin, dejémonos de sentimentalismos facilones y pongámonos con la tarea. Pero no quiero entrar a analizar lo que significa la novela o lo que supuso su publicación. Me conformo simplemente con tratar de determinar la fiabilidad y verosimilitud que podemos adjudicarle a cada uno de los narradores que intervienen en la novela, hecho fundamental a la hora de tratar de reconstruir después lo sucedido.

Así podemos contar hasta tres voces que se van sucediendo con inmediatez en el inicio de la novela. La primera de ellas es la de un narrador en primera persona no omnisciente, el joven burgués, sobrino de la casera del protagonista, Harry Haller, el lobo estepario. Seguidamente tenemos una segunda voz, también en primera persona, esta la del propio Harry. Y por último, una misteriosa voz en tercera persona, aunque omnisciente; la del Tratact del lobo estepario. Pues bien, en mi opinión es la primera de las voces, la del joven burgués, la más fiable y segura, aunque tal vez por ello mismo, la menos interesante de las tres. Su narración es desapasionada, neutral y se ciñe con mayor fidelidad a los acontecimientos. Sin embargo poca información nos ofrece sobre las correrías de Harry, aunque sí que nos aporta una clave fundamental a la hora de interpretar las otras voces y que no se nos puede pasar por alto:

"No me ha sido posible comprobar, en cuanto a su contenido de realidad, los sucesos que refiere el manuscrito de Haller. No dudo que en su mayor parte son ficciones; pero no en el sentido de invenciones arbitrarias, sino a modo de un ensayo de expresión para representar procesos anímicos hondamente vividos con el ropaje de sucesos visibles. Los incidentes, en gran parte fantásticos, en el trabajo de Haller proceden probablemente de la última época de su permanencia entre nosotros, y yo no dudo de que les sirve de base un trozo de vida real externa. En aquel tiempo mostraba, en efecto, nuestro huésped una conducta y un aspecto cambiados; estaba muchas horas fuera de casa, hasta noches enteras, y sus libros permanecían sin que les hiciera caso".

Es decir, los más probable es que efectivamente Harry conociera a Armanda, a María y a Pablo y que durante un tiempo sus costumbres y hábitos de vida cambiaran. Como es muy posible que el resto de lo que se nos cuenta- y esto es muy importante- sea una externalización de sus emociones.

Hecha la puntualización, creo que estamos en condiciones de afrontar y enfrentarnos a la segunda de las voces, la del propio Harry. Esta es para mi la menos fiable y verosímil de las tres y por tanto, la más sugerente e interesante y oscila, aunque siempre dentro del comprensible subjetivismo, desde un mayor realismo al inicio -en el que nos narra su llegada a la ciudad, su estado de animo en aquella época y algunos datos autobiográficos- , hasta la muy alucinada parte final, en la que Harry pierde por completo cualquier interés por la narración de los hechos que le acontecen, centrando su atención en el convulso proceso que estos hechos provocan en su interior y que le acercan a un cambio vital que ansía y necesita.

Así podemos considerar con seguridad como ciertos todos los datos biográficos que se nos ofrece en la primera parte de la novela. Es más, yo me atrevería a decir que también lo son todos los sucesos acontecidos hasta la llegada de Harry al "Aguila negra", excepción hecha de la entrega del Tratact.

A partir de aquí es ya muy difícil discernir entre lo real y lo emocional, entrelazados de manera cada vez más indisoluble según avanza la novela, aunque si que deja intuir un claro predominio de lo segundo sobre lo primero. Yo apostaría a que su relación con Armanda es cierta; esta le introdujo en un nuevo ambiente y una nueva forma de ver y valorar la vida. Sin embargo no pondría la mano en el fuego por la verdad de las conversaciones que mantienen. Para mi, son una intelectualización del propio Harry tratando de buscar sentido a lo que esta descubriendo de la mano de Armanda.

Esta tendencia se agudiza en el final con la escena del teatro mágico, seguramente la más intensamente vivida por Harry y en la que trata de enfrentarse a todos los aspecto de su personalidad en busca de una integración que le permita llevar, a partir de entonces, una vida más plena. El significativo asesinato de Armanda viene a señalar, a mi entender, el fracaso de este intento, aunque las bases seguramente ya están puestas para que en el futuro acabe aprendiendo a reír, como le pide Mozart y, en definitiva, para que aprenda a vivir.

Aun nos queda una voz por considerar; la del Tratact del lobo estepario, ese narrador en tercera persona omnisciente que disecciona fríamente el alma del lobo estepario. Dentro de la novela cabe interpretar esta voz como el intento de Harry de analizar su problema viéndolo desde fuera de si mismo y con la máxima objetividad, es decir, tal como lo haría un ser situado en un plano superior.Y esto nos lleva al punto clave en todo este juego de voces, pues el ser omnisciente al que quiere apuntar el Tratact, ese ser situado en las alturas es, en mi opinión, el mismísimo Hermann Hesse. Creo que en última instancia debería leerse todo el libro, no como las reflexiones del lobo estepario Harry Haller, sino como las de ese otro lobo estepario que fue Hermann Hesse. Porque fue él quien sufrio los males de esta neurosis que consiste en estar en el mundo y no pertenecer a ningún lugar. Fue, por tanto, Hesse quien necesito de la invención de toda una fantasmagoría que le permitiera hallar un camino entre las brumas; quien necesito inventar -e inventó- este teatro mágico.

Bueno, pues hasta aquí llegan mis ganas de analizar este libro. Otro día igual me meto en el berenjenal de aclarar lo que nos quiso decir Hesse.


¿Y el resto qué...?

domingo, 26 de febrero de 2006

Midori, la niña de las camelias



Ya tocaba regresar al comic, y más teniendo en cuenta que este blog se prentende dedicado a él. Pero para ello, y por dármelas de culto y original, empezaré hablando de flores.

La camelia es una flor de origen asiático que por su delicada belleza se denominada también como Rosa del Japón, y que es utilizada habitualmente en occidente como símbolo de la pureza. Bien, partiendo de esta genealogía, por lo demás más imaginaria que real, quiero pensar que aquí se encuentra la clave para entender el sentido último de Midori, la niña de las camelias, del enfant terrible del manga, Suheiro Maruo.

Midori es una niña que, tras el abandono de su padre y la muerte de su madre, es recogida por un circo de atracciones muy del estilo de La parada de los monstruos de Todd Browning. En ese ambiente, de total pervesión, donde los miembros de la barraca de deformidades se muestran aun más contrahechos en lo moral que en lo físico, la niña representa, como la camelia,  la flor pura que crece en medio de la cienaga y que a pesar de contar con todo en contra se resiste a revolcarse en las bajezas y crueldades a las que no tiene más remedio que asistir. Bajezas que incluyen la reiterada violación de la propia niña. Cabría preguntarse si acaso la diferencia entre Midori y sus compañeros se deba más al hecho de que ésta no sufra ninguna tara física que a su mayor entereza moral, pues a uno le queda la sensación de que a estos últimos no les ha quedado más remedio que renunciar a cualquier asomo de humanidad para poder sobrevivir en un mundo que difícilmente aceptará sus deformidades físicas. Recuerdese, por ejemplo, que en uno de sus habituales sueños, Midori recibe el consejo de no ser estupida, pues siendo humana jamás alcanzará la felicidad.

La angustiosa necesidad de la niña por huir de este mundo de pesadilla , reflejada en su atracción por los trenes, obtendrá respuesta en la aparición de Masamitsu, un enano ilusionista que se gana pronto la admiración del publico y la envidia de los demás componetes del circo. Masamitsu pondrá un punto de ternura y cariño en la vida de Midori, surgiendo pronto el amor entre ambos. Y es que Masamitsu supone para Midori la última oportunidad de vivir en un mundo regido por el bien, como prueba la completa desaprobación que ésta hace de la crueldad exhibida por Masumitsu cuando la emprende con todo el mundo en un ataque de celos.

Sin embargo, el destino se mostrará cruel con la niña y en otro acto de violencia gratuíta segará la vida de Masumitsu, dejando a Midori sola y perdida en un mundo de ruinas.

Mención especial merece la belleza y el temple con el que narra Maruo, creando imágenes de una finura que sólo es comparable a su capacidad de perturbar.

Un gran manga no apto para sensibilidades delicadas.

Puntuación: 9





¿Y el resto qué...?

viernes, 24 de febrero de 2006

Esplendor sobre la lona

Después de hacer mis primeros pinitos literarios me vuelvo al redil de las reseñas y la emprendo con el cine. Pero como reseñar películas actuales esta muy visto, y reseñar las clásicas es muy fácil, voy a hacerlo nada más y nada menos que con la saga de Rocky, la odisea deportiva que el bueno de Stallones nos regalara en los 80s.

Y es que llevado por el nostálgico deseo de recuperar uno de los momentos estelares de mi infancia me pasé toda una semana revisándola durante las vacaciones del último verano. Para ello me revestí de espíritu cientifico y como si de un experimento se tratara opté por invertir el orden cronológico de la saga y comenzar por Rocky IV para acabar con Rocky. De la quinta prescindí por superar los niveles de toxicidad intelectual a los que estaba dispuesto a someterme en aras del progreso científico.

Pues bien, tengo que reconocer, aunque me duela en mi cinefilia, que disfrute bastante con el experimento. Resulta curioso ver cómo la saga se va cargando poco a poco de relevancia y profundidad; cómo los personajes se van haciendo cada vez más humanos, las situaciones tensándose y adquiriendo mayor interes y los combates haciéndose, con cada nueva entrega, más honrosos y mejor filmados.
Cierto es que en ningun momento, ni siquiera en la primera entrega, sin duda la más destacable de todas ellas, la serie es capaz de alcanzar un nivel artístico  excepcional, aunque al menos, y más por contraste con sus predecesoras que por sí misma, esta primera sí que se nos muestra como una historia sincera y emotiva de la que uno no tiene porque avergonzarse de haberla visto.
En lo único en lo que se resiente esta primera parte con la novedad del visionado inverso es que uno acaba agotado por lo repetitivo de la formula de la saga. En ella se usa siempre un esquema fijo que vertebra todas las películas: presentación de personajes y conflicto; entrenamiento y combate final. Y aunque en Rocky la calidad de cada elemento es muy diferente a la de sus "predecesoras", no consigue evitar la sensación de monotonía.

Así, por ejemplo y por entrar ya a analizarlas, Rocky IV prescinde de todo conflicto y apuesta directamente por el espectaculo de entrenamientos y combate. Es ésta sin duda la peor película de la saga y una excelente muestra de cine cómico involuntario: vemos a Rocky tambalearse por el ring a como si de Steve Urkel se tratara; el publico siempre hostil acaba coreando su nombre y hasta las autoridades siviéticas aplauden unánimes y en pie el patético discurso final de Rocky... y todo ello en plena  Guerra Fría. En fin, un despropósito francamente divertido.

Sin embargo con Rocky III se inicia la reconquista, y el conflicto humano empieza ya a tener cierta relevancia -tampoco mucha, pero es un avance- y en buena parte de su metraje el film se centra en el drama que vive Rocky tras descubrir que sus últimas defensas del título han sido un tongo en toda regla. Por ello Rocky se siente en la necesidad de recuperar la fe en sí mismo, lo que le lleva a ser vapuleado por el Mr. T en dos vergonzosos asaltos. Por supuesto todo no es más que una pobre excusa para dar paso al espectáculo de entrenamientos y combate final (combate horriblemente coreografiado, por cierto), pero al menos ya encontramos una voluntad de justificar la trama.

Será en Rocky II donde se nos ofrecezca la primera hora de buen cine de toda la saga (vista del revés, por supuesto). En esta primera hora de la segunda entrega los conflictos personales sí que presentan un verdadero interés y sí que son algo más que una simple excusa preparatoria del espectáculo. Ahora vemos a Rocky y Adrian avanzar en su relación tras el efímero momento de gloria: se casan, tienen su primer hijo y vuelven a la dura realidad de tener que ganarse la vida. Rocky II podría haber sido una buena película si hubiese seguido ahondando en este camino y hubiera sabido resistirse a la tentación de caer en la fiesta facilona de los combates. Pero no fue así y terminó por echarse a perder, y con ella y tras su éxito, echar a perder toda la saga.

Y por fin alcanzamos Rocky, el origen de todo. En ella se retoma con acierto lo apuntado en la primera hora de Rocky II y por fin se nos hace una presentación de personajes como dios manda: Rocky es un pobre perdedor al que nadie ha dado una oportunidad; insuficientemente dotado en lo intelectual, tampoco parece que físicamente sea un prodigio y malvive como boxeador y matón de tres al cuarto. Sin embargo y pese a las condiciones adversas Rocky hace gala siempre de una nobleza y una dignidad personal que le remontan muy por encima de la mediocridad general de su entorno. Será con estas armas con las que consiga conquistar a la tímida Adrian, una dependienta de una tienda de animales, dando lugar así a una bonita historia de amor entre seres empujados a los márgenes.

Sin duda lo menos creíble de esta entrega es el proceso por el cual Rocky acaba recibiendo la oportunidad de pelear por el título mundial de los pesos pesados. Pero tampoco es que le reste  demasiados méritos: el argumento está solidamente cimentado y gira fundamentalmente entorno a unos personajes creíbles, quedando el tema del boxeo relegado a un segundo plano. A cambio se nos muestra la lucha del mediocre púgil por mantener su dignidad pese a que todos le tomen como blanco propicio de sus burlas. Al final, y a base de mucha humildad y pundonor, Rocky acaba ganándose la admiración urbi et orbi, pese a perder el combate.

En fin, un gran colofón para una saga mediocre, pero que ofrece un repertorio de los más variado: absurdos, comedia, espectáculo, drama e incluso algo de buen cine.
Mis más sinceros respetos para Stallone.



¿Y el resto qué...?

jueves, 23 de febrero de 2006

Presento mi candidatura al Nobel de literatura del año próximo

Una de mis bitácoras favoritas - sí, bitácora y no blog- es Crisei, de Rafa Marín. En ella el bueno de Rafa nos regala casí a diario alguna verdadera perla de sabiduría (a diferencia de las mias, que son más falsas que la de los collares de golosina). Pero como no sólo de reseñas y reflexiones se alimenta el alma humana, toda dieta sana y equilibrada necesita también de su ración de ficción pura. Por ello Rafa nos obsequia además de cuando en cuando con alguna buena narración (lo digo en serio, que nadie quiera ver sarcasmo donde no lo hay). Pues bien, me preguntaba yo hoy, ¿y por qué no puedo yo también dejar de cuando en cuando mi propia narración? Y la verdad es que no he encontrado ninguna razón por la que no pueda hacerlo.

Claro, habrá quien diga que Rafa es un autor publicado - recuerdese que es autor, entre otras muchas novelas, de uno de los clásicos de la ciencia ficción española más reconocidos: Lágrimas de luz- mientras el mua no es absolutamente nadie (en el panorama literario; fuera de él también soy persona). Vale, es cierto, pero esa objeción responde a otra pregunta que yo no he planteado, a saber: ¿por qué yo no puedo escribir una buena narración como hace Rafa? Pero ya digo que mi pregunta no era esta. Así que me reafirmo en lo dicho: no existe ninguna razón por la que yo no pueda escribir mi propia narración.

Dicho y hecho. Aquí la teneis. Como suele sucederle a los padres primerizos, aún no he decidido que nombre le voy a dar. Aceptos sugerencias (a ver si así alguien pica y se decide a dejar algun comentario...):

Si me preguntan qué es el amor, al igual que San Agustín en otros menesteres, les responderé circunspecto que no tengo ni la más mínima idea. En cambio, si tienen la deferencia –y la educación- de no preguntarlo, entonces, a diferencia de aquel, les diré que sigo sin saberlo. Pero recompensaré la amabilidad contándoles una historia, por lo demás intrascendente, que acaso ilustre con mayor claridad que cualquier confusa explicación qué es para mí el amor.
Los hechos que me dispongo a narrarles sucedieron a principio de los ochenta, cuando tras divorciarme de mi tercera mujer decidí volver a España. No llevaría un mes instalado en Madrid cuando fui invitado a pronunciar unas palabras en el acto de presentación del último libro del mexicano Jorge Duarte. El acontecimiento, que tendría lugar en los salones del Ritz, estaba previsto para el fin de semana siguiente. Por aquel entonces yo no había leído ni una sola línea suya, por lo que la cordura y la prudencia deberían haberme exigido rechazar amablemente la invitación y olvidar sin más el asunto. Sin embargo razones de orden superior no me dejaron más opción que aceptar: pagaban generosamente y a mí, tras mi reciente divorcio, no me sobraba precisamente el dinero. Eso sí, para acallar las protestas de mi conciencia - bastante tenues, para qué negarlo-, pasé los días previos pegado a los anaqueles de la Biblioteca Nacional leyendo cuanto análisis o reseña sobre su obra pude encontrar. Finalmente, y ya en las vísperas del acto, alcancé a escribí una elogiosa semblanza de cuatro folios en la que, con la autoridad que concede la ignorancia, hice exaltación de la destreza y la crudeza con la que sus novelas reflejan la lucha desigual del hombre despojado de valores por la sociedad de consumo. Con todo, y contra los dictados de la sensatez y el buen gusto, recibí el aplauso entusiasta de los asistentes y la agradecida felicitación del propio Duarte.

Pero retrocedamos en el tiempo; mi historia, de no ser por las dudosas exigencias de la técnica narrativa, debería haberse iniciado cinco años antes, en Santiago de Chile, en los tiempos en los que ninguno de los dos había alcanzado aun la más mínima notoriedad en el panorama editorial. Duarte y yo nos habíamos conocido en un acto similar organizado por la Universidad Católica; el viejo Fonteriz, que en paz descanse, presentaba la que a la postre sería su última novela y un amigo común, al que entusiasmaba el paralelismo que creía reconocer entre nuestras carreras literarias, insistió concienzudamente en presentarnos. Confieso que a pesar de las magnificas referencias de nuestro amigo común me resistí tanto como pude a tal acontecimiento: entonces Duarte era apenas un muchacho imberbe al que las maneras torpes y la piel blanca pegada a los huesos no le conferían precisamente el aspecto de alguien a quien aguarde un destino señalado. Además, en aquella época andaba yo sumido en el dolor de mi segundo divorcio y en nada me apetecía conocer a otra promesa de las letras hispanas, otra entre tantas de las que decían que con el tiempo nos harían olvidar a los nombres sagrados del Boom. Sin embargo, siempre me he jactado de poseer una fina intuición que me permite reconocer una buena historia en cuanto se me pone delante y admito que en aquellos ojos ardía una especie de fuego orgulloso y triste que prometía un material excelente para algún futuro relato. Le concedí audiencia por casi una hora.
Recuerdo que con voz apagada y nerviosa Duarte fue haciendo una sentida exposición de todos los tópicos y lugares comunes con los que los jóvenes escritores suelen defenderse del peso de la indiferencia. Mientras, aburrido, yo iba dando cuenta de las bebidas ofrecidas y cediendo poco a poco a los efectos del alcohol al tiempo que comenzaba a lamentar lo poco atinado de mi intuición. Fue entonces, en medio de no sé qué lamento, cuando una hermosa joven de pelo oscuro y ojos grandes y vidriosos pasó frente a nosotros. Duarte perdió inmediatamente la voz; palideció y tras unos instantes de silencio, me preguntó ensimismado “¿por qué mientras más las queremos más nos desprecian ellas?”. Sorprendido, no supe o no quise contestarle. Después abandonó cualquier interés por la conversación y pareció sumirse en la melancolía. Alguien me contó más tarde que el mexicano andaba enamorado de Laura –así se llamaba- y ella, conciente, se dedicaba a jugar con él dejándose querer unos días para rechazarlo tajantemente otros. Volví a fijarme en la muchacha. Era verdaderamente hermosa. No me costó comprender la fascinación que ejercía sobre él.

A esta insignificante anécdota se reducía hasta la presentación de su libro mis relaciones con Duarte. Volvimos a charlar aquella noche, ya en el cóctail posterios. A pesar del escaso tiempo transcurrido y aun cuando la vida parecía haberle tratado bien -sus últimas novelas habían sido bien acogidas por la crítica y registraban ventas no desdeñables- lo hallé bastante envejecido. Su pelo escaseaba sobre su cráneo desigual y las pocas y mal repartidas matas eran ya plateadas. Duarte hizo esta vez repaso pormenorizado de sus proyectos futuros mientras yo, igualmente aburrido y de acuerdo a la costumbre, iba rehogando sus palabras con buen vino. Lo cierto es que a mí no me interesaban lo más mínimo sus planes inmediatos, así que envalentonado por el alcohol y acordándome de nuestro único encuentro, le pregunté malicioso por las razones por las cuales ellas nos desprecian con mayor ahínco cuando nosotros las queremos con más entusiasmo. No llegó a contestarme: en ese preciso momento, radiante y aun más hermosa y joven de lo que yo podía recordar, Laura hizo acto de presencia en la sala y besándolo y pidiéndome disculpas se lo llevó aparte. Me quedé fascinado observándolos. Al parecer llevaban año y medio casados.
No volví a hablar con Duarte en el resto de la noche, hasta lo sucedido después en la habitación.

Aproveché para perderme por los enormes salones del Ritz, deambulando de un lado a otro sin ninguna razón y conversando ocasinalmente con todo tipo de invitados: editores que aprovechaban la ocasión para pedirme algunos cuentos, empresarios de los medios de comunicación que se deshacían en elogios hacia mi obra y me proponían colaboraciones en sus periódicos o esposas cincuentonas que se declaraban admiradoras incondicionales de mis novelas. Mientras, seguía dando cuenta de los caldos ofrecidos, tanto que, para cuando el acto alcanzó su apogeo, ya las proporciones de mi embriaguez aconsejaban la retirada cautelosa y discreta. Sin embargo éstas nunca han sido cualidades que adornen mi persona; fui a los servicios y dejé hueco para seguir bebiendo. Fue entonces cuando me encontré a solas con Laura.
No pude evitar examinarla de arriba abajo; lucía un traje de noche oscuro que la hacía muy deseable. Aproveché la ocasión para presentarme. Ella conocía bien mi obra e incluso se permitió la confianza de realizar varias observaciones, sin duda muy inteligentes, que yo no estaba en condiciones de apreciar. Hablamos desprejuiciadamente de literatura, de su marido, de ella, de mí, de sexo... Además de verdaderamente hermosa, era una mujer fascinante, de una inteligencia y maldad sin límites. Me sentía hipnotizado por el desparpajo con el que exhibía su perversidad. Mientras hablábamos yo seguía bebiendo; ella me acompañaba fácilmente. Sé que deseaba ardientemente besarla pero no puedo asegurar que fuese yo quien lo hiciera primero. Fuera como fuese, lo cierto es que no lo lamenté. No tardamos en acabar desnudos en una de las habitaciones del hotel.

Lo que sucedió después se me hace muy confuso, mezclado con el regusto amargo de los vómitos. Recuerdo a Jorge Duarte llorando y a Laura marchándose de la habitación enfurecida. Me recuerdo doblado ante un retrete, vomitando una pasta negra y pestilente. Fue el propio Duarte quien evitó que me cayera al suelo agarrándome por debajo de los brazos mientras lloraba resignadamente. Comprendí que aquello no era algo nuevo para él. Mientras la habitación bailaba vertiginosamente sobre nosotros le aconsejé que la dejara.

Ya he dicho que estos últimos acontecimientos los recuerdo muy confusamente, difuminados por la niebla que el alcohol dejó en mi memoria. Sería conveniente aceptarlos como una recreación aproximada de lo que debió de sucedió en aquella habitación del Ritz de Madrid. Sin embargo hay algo que no soy capaz de olvidar: la profunda tristeza con la que me dijo, mirándome a los ojos, que no somos más que lo que amamos.

No los volví a ver hasta cinco años después, en el D.F. Le habían concedido el Premio Nacional de la Crítica. Me alarmó comprobar lo avanzado de su deterioro físico. Sin embargo, por ella parecía no pasar los años.


Hala, ahí queda eso. Ya sólo me quedan por hacer reseñas de ajedrez. Al tiempo.




¿Y el resto qué...?

miércoles, 22 de febrero de 2006

Un libro con dibujos... y no es un comic

Hablando de libros de autoayuda se me ha venido a las mientes uno que, no siéndolo, bien pudiera pasar como tal: me estoy refiriendo, por si alguien no reconoce los dibujos, a El Principito de Antoine de Saint- Exupèry. Supongo que quien lo conozca no tendrá inconveniente en admitir que es de esos pocos libros capaces de marcar toda una vida lectora. Y en mi caso, a la belleza propia de la narración, se une el cariño que siento por quien me lo recomendó, rosa de mis afectos a la que busco cada vez que alzo la mirada hacia las estrellas.

Sin embargo hay algo en lo que quisiera disentir con la opinión general que suelo encontrar cuando se habla de El Principito: para mí este no es un libro que apele al lado infantil que todos llevamos dentro, no es una apología de la inocencia; para mí este libro habla fundamentalmente de los valores que deberían adornar a un adulto verdaderamente maduro.

Considero que para una amplia mayoría de adultos dejar atrás la infancia significa no otra cosa que desarrollar una desconfianza casi paranoica a fin, dicen ellos, de no dejarse engañar por nadie, y además hacerla acompañar de una mala leche gratuita y desproporcionada a fin, siguen diciendo ellos, de defender sus legítimos intereses(???). Para mi esto no es madurar; para mi esto no es más que perpetuar y acrecentar los defectos propios de la inmadurez: la irresponsabilidad y la crueldad. Porque si esto fuera la madurez, ciertamente no sería algo deseable y apetecible, si no más bien todo lo contrario. No es de extrañar que muchos adultos la rechacen y casi se sientan insultados si se les califica como personas maduras. No es mi caso: para mí la verdadera madurez sí es virtud deseable y pasa, como nos enseña El principito, por saber reconocer las cosas verdaderamente esenciales de la vida, aquellas que no pueden verse con los ojos pero sí con el corazón, y aprender a conducirnos con arreglo a ellas.

La lástima es que enseñanzas tan necesarias como estas estén irremediablemente condenadas a caer en el olvido en una sociedad donde lo que no puede verse, tocarse, medirse o valorarse parece sencillamente no existir. Así no nos podrá sorprender que haya quienes vean en el El principito un libro infantil e ingenuo y no ese tratado de madurez, sabio y hermoso, que sin duda es.
Pero dejemos ya de lamentarnos y aportemos nuestro granito de arena en la tarea, perdida de antemano pero igualmente necesaria, de salvaguardar en la memoria esas enseñanzas esenciales. Ahí van las tres que yo creo fundamentales en el libro y que resumen lo mucho que a mí me ha aportado:


-"¡Por favor..., domestícame!"
Siempre he tenido este termino por algo negativo, algo que limita y coarta la libertad. Sin embargo cada vez ando más persuadido de haberme equivocado y poco a poco voy percibiendo con claridad el hecho incontestable de que toda la hermosura que nos puede ofrecer la vida lo es necesariamente en relación con los demás; lo es por la riqueza y la significación que nos aportan las personas con las que compartimos las experiencias que nos van surgiendo en el camino.

-"Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo"
Otra enseñanza que quisiera no olvidar jamás. Que en este mundo mediocre y uniformado donde se nos trata de reducir a todos a poco más que a factores de producción y unidades de consumo exista un libro con la valentía de defender la noción tan poco actual de que en todos hay algo que nos hace diferentes, únicos e imprescindibles a nuestra manera, es razón más que suficiente para mostrarle admiración.

-"[...] no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos"
Es este, qué duda cabe, el meollo del libro y la enseñanza más urgente para nuestro tiempo. Porque de lo que nos advierte este libro sabio no es, como ya he apuntado más arriba, de la necesidad de recurperar la infancia, sino más bien de la urgencia de volver a reconocer y gustar de aquellas cosas verdaderamente esenciales de la vida, esas que más que verse, tocarse, medirse o valorarse, se sienten en lo profundo del alma, pues corremos el riesgo, si no lo hacemos, de que sean suplantadas y sepultadas por valores tan efimeros y superficiales como el éxito, el poder o el dinero.
En fin, un libro imprescindible del que todos podríamos-y deberíamos- aprender más de una cosa.



¿Y el resto qué...?

Libros de autoayuda

Lo confieso: hoy he leído un cuento de Bucay y me ha gustado. En concreto, y para que todo se sepa, el titulado El verdadero valor del anillo de su libro Dejame que te cuente. Y la verdad es que me siento sucio por ello: con todo lo que rajo de los libros de autoayuda me parece que no tengo derecho a disfrutar leyéndolos. Así que para descargar un poco mi muy atormentada conciencia voy a tratar de hacer una apología de este tipo de libros.

Pero mejor empecemos repartiendo palos. ¿Por qué son criticables los libros de autoayuda? Pues así, un poco a vuelapluma y para abrir boca, yo me atrevería a decir que el gran problema de estos libros con ínfulas psicológicas, filosóficas, sociológicas e incluso literarias, es precisamente esto: el que tratando de abarcar tanto acaban por no abarcar nada y se quedan a medio camino de todo. Los libros de autoauyuda plantean temas muy serios y por tanto muy complejos, y sin embargo lo hacen desde la más absoluta de las superficialidades.


Para ello se escudan en la intención de “no perderse en los intrincados vericuetos a los que acostumbran los académicos para así poder llegar y ayudar a más personas” . Hábil estratagema con la que eludir la obligación de fundamentar nada de cuanto se nos quiera convencer en ellos. Es más, leyéndolos pareciera simplemente que nos están enseñando las cosas tal cual son y que por tanto nada hay que discutir, nada hay que justificar.
El resultado es evidente: acaban por ofrecer una visión muy adelgazada y empobrecida de temas que sin duda merecen mayor respeto y mejores formas.


De hecho, por criticar, podríamos criticar incluso la propia denominación del género, contradictoria y confusa como pocas. Porque, ¿qué diablos significa que te autoayuden?. Si al final van a terminar convenciéndonos de que la solución a nuestros problemas está en nosotros mismos, ¿para qué necesitamos el libro?

Creo que con estos palos tenemos ya al libro de autoayuda medio noqueado. Pero había prometido escribir una apología, así que ya es hora de que me cambie de bando.

A pesar de lo anterior, los libros de autoayuda poseen una virtud que hay que reconocerles: gracias precisamente a su ligereza y a su pretensión de llegar al mayor número de personas, consiguen plantear estos temas importantes de una forma amena y atractiva que puede servir para que mucha gente los descubran y se aficionen.

Ya lo decía Vargas Llosa, existe dos tipos de lectores: los lectores puros, es decir, los que leen por el simple – pero no desdeñable- placer de leer; y los lectores impuros, lectores que van buscando otras cosas más allá del placer de la lectura. Pero generalmente todos, cuando comenzamos a leer, lo hacemos desde la primera postura; queremos disfrutar con lo que estamos leyendo, es decir, nacemos lectores puros –cuando nacemos a la lectura, claro- . Y sólo con el tiempo, y si hay suerte, nos acabamos haciendo lectores impuros. Es aquí donde creo que los libros de autoayuda pueden ser verdaderamente utiles: gracias a esta vocación de amenidad pueden servir como puente entre la lectura sin pretensiones y la lectura consciente y selectiva.

Solo así, considerando a los libros de autoayuda como un punto de partida, y nunca como uno de llegada, considerándolos como un primer contacto desde el que aproximarse a estos temas e iniciar una búsqueda más rigurosa, solo así soy capaz encontrar justificación a su lectura.

Obviando, por supuesto, la muy contundente razón de que cadal cual es libre de ejercer su voluntad como mejor le venga en gana, siempre que no moleste a los demás. Es decir, que olvideis todo cuanto he escrito y hagais lo que os salga de las narices. Es una orden.

¿Y el resto qué...?

martes, 21 de febrero de 2006

The fall




No es necesario que repita la genealogía de este album (...nacido de la unión de dos de los más destacados... bla, bla, bla). Ya lo sabeis, lo cuentan en todas las reseñas que sobre él se han hecho: está guionizado por Ed Brubaker - del que nada sé y por tanto del que nada puedo deciros- y dibujado por el estupendo Jason Lutes de Juego de manos o Berlín, ciudad de piedras. A pesar de mi completo desconocimiento de la obra de Brubaker, las referencias que me habían llegado de él eran buenas y hablan de uno de los mejores guionistas de superheroes de la actualidad. Unido esto a la impecable opinión que me merece Lutes -en mi parecer, un gran narrador y un gran guionista- y al hecho de que este The fall se inscriba dentro de la serie negra, por la cual siento especial predilección, lo cierto es que las expectativas que tenía puestas en su lectura eran grandes. Y es cierto que una vez iniciada la lectura parece que todas estas expectativas van a ser satisfechas: la historia arranca con un planteamiento muy atractivo en el que vamos siguiendo la búsqueda que el protagonista hace de una mujer muerta de la que no conoce nada en absoluto y de la cual ha encontrado su bolso en situación más que sospechosa. Esta búsqueda obsesiva de una mujer muerta hizo que me recordara mucho al Vertigo de Hitchcok o incluso al Duro adios de Miller .

Sin embargo, a pesar de su prometedor arranque, The fall pronto se separa de estos ilustres antecedentes y termina cayendo en situaciones que se antojan cuanto menos poco creíbles, llegando incluso a decepcionar. Y es que su lectura completa deja - o al menos a mi me la ha dejado- la sensación de que no todas las conductas, reacciones y relaciones se encuentran plenamente justificadas (a excepción hecha, claro, de que queramos considerar que los personajes sufren cierta debilidad mental que les llevan a matar innecesariamente o a enamorarse caprichosamente y sin venir demasiado a cuento). Queda la sensación de que lo que se nos ha contado debería haberse contado de otra forma, tal vez con un ritmo más reposado, explorando con más calma los acontecimientos. Al final esto incide, como ya he dicho, en una perdida de credibilidad en su resolución.

De todas formas insisto: la narrativa gráfica de Lutes es sensacional, con un dominio del ritmo y del paso de una viñeta a otra verdaderamente admirable. Y sin abandonar nunca una estructura fija de 3*4 viñetas en cada páginas.

En fin, un comic entretenido, bien narrado y con un guión que prometía pero que -tal vez por falta de espacio- falla en su resolución. Recomendable para los que quieran pasar un rato entretenido.

Puntuación: 6


¿Y el resto qué...?

lunes, 20 de febrero de 2006

Un comic sin dibujos




Sigo diversificando los temas sobre los que quiero tratar en este blog. Para ello voy a hacer mi primera reseña de una novela (o narrativa gráfica sin dibujos). Lo haré con Engaño (Deception), de Philip Roth, un autor que con el tiempo - y si existe la justicia en el mundo literario- acabará ganando el premio nobel.

Dice el tópico que los judios son seres inteligentisimos que rozan la fría astucia; un poco paranoicos con respecto al antisemitismo que creen reconocer en el resto del mundo y siempre obsesionados con el tema de la culpa. Eso dice el tópico y no parece que Philip Roth tenga demasiado interes en desmentirlo. En sus novelas, como en las de Saul Bellow o en las películas de Woody Allen, el análisis de la situación del judio en la sociedad actual, desgarrado entre el sentimiento de culpa que su cultura le impone y la desconfianza que le merece el mundo de los gentiles, se repite con la persistencia de un leitmotiv.

Sin embargo, en esta novela, Engaño, aún sin renunciar a estos temas, el autor posa su atención preferente en esa otra obsesión de los intelectuales judios: la dificultad, convertida prácticamente en imposibilidad, de las relaciones de pareja.
Roth, a través de una envolvente red de continuos diálogos en los que se prescinde de toda descripción, traza un lúcido retrato del amor adultero; dibuja las insatisfacciones y anhelos de dos personajes que casí se ven obligados a recurrir al engaño para poder sobrevivir a la asfixia de sus correspondientes mundos conyugales. Es en la infidelidad donde estos personajes encuentran y se conceden una libertad y un compañerismo que parece haber aniquilado las exigencias posesivas del matrimonio.

Además de unos dialogos milimétricos, de gran sensibilidad y profundamente humanos, Roth enebra con habilidad de costurera una estructura narrativa impecable que juega con las difusas fronteras entre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción, lo verosimil y lo increible: se incluye a sí mismo y a su mujer dentro de una narración en la que los propios personajes leen y discuten sobre la novela y tratan ellos mismo de deslindar sus vidas de la ficción.

Una muy inteligente novela de, como exige el tópico, un muy inteligente judio; otro tebeo muy recomendable aun cuando no tenga ningun dibujo.




¿Y el resto qué...?

sábado, 18 de febrero de 2006

Alan Moore

Por vez primera en este blog voy a dar una noticia de actualidad: se ha estrenado en la Berlinale la adaptación cinematográfica de V de Vendetta. Y además lo ha hecho con buenas críticas. O al menos las que yo he podido encontrar hasta el momento lo son: la de Carlos Boyero para El Mundo del pasado día 14 y la pequeña mención en el programa de la 2, Días de Cine, donde la incluían entre las películas más destacadas de las que se han podido ver en el festival.


Bien, he cumplido con las demandas de la más rabiosa actualidad, así que ya me puedo volver a mi eterea nube metafísica desde la que ignorar el mundo. Sin embargo voy a aprovechar mi pequeña escapadita por la tierra para divagar un poco sobre lo que supuso para mí el descubriento de la obra de Moore. Supongo que a estas alturas ya os habreis dado cuenta de que es uno de mis autores favoritos.

Pero para ello debemos antes montarnos en el Delorian de Marty McFly (vale, vale, ya sé que McFly solo lo conducía y que el Delorian era de Doc... joder que puntillosos) y regresar a mi infancia. Bien, ya hemos llegado. Ahí me podeís contemplar leyendo comics. No obstante no os voy a decir que leía a Moore ya en mi tierna infancia. No, yo leía, como todo hijo de vecino, Mortadelo y Filemón, Asterix o Superlópez. Moore vino más tarde. Lo único que pretendía en esta parada era situar la época en la que me aficioné a la lectura de tebeos.


Hecho esta. Avancemos pues un poco más en el tiempo. Ahora corre la decada de los 90s y ya soy el típico adolescente de hormonas revolucionadas que lee cómic de superheroes: Spiderman, Los vengadores, Los cuatro fantasticos... Vamos, lo que se llama en la jerga técnica un Marvel-zombi. Un Marvel-zombi bastante descerebrado, pero que tuvo -como corresponde a esta epoca de descubrimientos- ahora sí, su primer contacto con la obra de Moore. Recuerdo que fue un compañero de instituto quien me pasó sus diez números de Watchmen (le faltaban el ocho y el diez). La impresión fue fulminante: me pareció el tebeo más coñazo hubiera tenido la oportunidad de leer en mi aun corta vida: lioso, ininteligible y con unos dibujos feos, menudos y muy estáticos. Vaya, una mierda, para abreviar. Esa fue mi primera impresión sobre Watchmen y Moore. No puedo decir que empezaramos bien nuestra relación.

Pero volvamos al coche una vez más, y vayamonos un par de años más adelante. Sigo siendo el mismo adolescente descerebrado, aunque ahora a punto de concluir el instituto y de largarme a la Universidad. Mi amigo, el que me prestó Watchmen, sigue insistiendo en que ese tebeo es una maravilla. La verdad es que yo siempre he sido fácil de convencer, así acabé por darle una nueva oportunidad... y esta vez sí me gusto el comic. Parece que por aquella época mis conexiones neuronales empezaban a estabilizarse y ahora ya sí era capaz de entenderlo, aunque fuera solo en lo más superficial, es decir, en su trama. No me parecio ninguna maravilla, pero al menos lo encontre entretenido. Va mejorando la cosa.

Sigamos viaje. Ya estamos en el 2000. Soy universitario y haciendo honor a mi nuevo status ya no leo cómic. De un tiempo a esta parte los he abandonado por completo y ya sólo empleo mi tiempo en libros. Es más, ya solo quiero leer clasicos y premios Nobel. Ah, pero ahí sigue mi amigo, erre que erre con su Watchmen a cuesta, insistiendo en su caracter excepcional. Y yo, que continuo con mis dificultades para decir que no, una vez más, y ya es la tercera, le doy otra oportunidad.

Pero por aquel entonces yo andaba entusiasmado con la estructura narrativa de las novelas de Faulkner o Vargas Llosa y me consideraba ya en un nivel tan superior al del simple lector de tebeos que cuando inicié su relectura lo hice cargado de prejuicios y decidido a dejar claro de una vez por todas que aquello no valía la pena. Así durante los primeros capitulos pretendí criticarlo y ridiculizarlo todo. Y sin embargo no pude. Lo que comencé leyendo con la más absoluta de las desganas empezaba a parecerme fascinante. Me quedé maravillado de su tremenda complejidad narrativa, de lo absorvente de la trama, de lo bien perfilados que estaban sus personajes, de lo contenido de la historia, de su hondura intelectual. Fue un shock tremendo para mí; no solo fuí incapaz de ridiculizarlo, sino que además me pareció una de las obras más interesantes que yo hubiera tenido ocasión de leer.

Las consecuencias fueron instantaneas: volvi a leer comics, convencido de que debían existir más obras como esta. Y me hice devoto de Moore, tanto que una de mis primeras obsesiones, tras mi vuelta a la lectura de los comics, fue la de conseguir todo sus obras. Así se fueron sucediendo las lecturas de V de Vendetta, From Hell o La broma asesina.


Sin embargo para mi Alan Moore significó algo más que el redescubrimiento del cómic como medio de expresión válido: con él comprendí que en el arte no existe material de origen con el que no se pueda trabajar: todas las ideas son aprovechables si se tiene el suficiente talento como para mostrarlas en su más profundas implicaciones. Es lo que consiguio el inglés con los superheroes, donde al contrario de los relatos de Kafka, que ensañaban como en las situaciones cotidinas se puede hallar también el abusurdo de la existencia en toda su crudeza, Moore nos mostró que trás las situaciones más ridiculas y surrealistas, como lo pueda ser la realidad del superheroe, sigue vigente el drama de la condición humana en todo su esplendor, con todo cuanto de patético y poético tiene. Porque los superheroes de Moore son, antes que nada, seres humanos cuyas vidas han acabado, por circunstancias que no terminan de controlar plenamente, dedicando a una ocupación tan patéticamente vergonzosa como los es la de luchar contra el crimen vestidos de carnaval. Unas circunstancias azarosas que sin embargo igualmente les podrían haber llevado a ser gasolineros o a vender paraguas en el mercadillo de los viernes.
De esta forma Moore retrata personajes que a pesar de su ridicula situación no dejan de pelear por mantener su dignidad, aun cuando la sepan perdida de antemano. Tanto es así que incluso el Dr. Manhattan, la antítesis perfecta de lo humano, termina mostrandose en manos del genial guionista tan conmovedoramente humano como cualquiera de nosotros. Y aquí se podrían mencionar también personajes tan inolvidables como Swampy, como el padre de manos sueltas del episodio titulado El día del padre que Moore hiciera para la serie de El vigilante o como al mismisimo Joker de La broma asesina, monstruos de diferente pelajes que sin embargo acaban siempre revelandose en su dimensión más humana.

Pues nada, que me parece un autor a la altura de los más grandes escritores del siglo XX, y todo ello sin mencionar obras tan magníficas como Un pequeño asesinato, From Hell o la propia V de vendetta que ha servido de pie para esta entrada .





¿Y el resto qué...?

jueves, 16 de febrero de 2006

Mis tebeos favoritos

Voy a tratar de aunar, en un solo post, las líneas maestras esbozadas en los dos anteriores -es decir, la promesa de que hablaría de comics y la promesa de poner pronto las cartas bocarriba- con el acerbo cultural del que beberá este blog.
Supongo que para aquellos que sean asiduos a los aduladores cantos de sirena del carcelero más famoso de la red no habrá supuesto ninguna dificultad reconocer la referencia hecha en el título de este post. Pues sí, imitando al inimitable Pons voy a dejar sentado desde ya mi propio canon tebeístico, para que, como indicaba en el post anterior, todo quede dicho. Voy con él:

-Watchmen (Alan Moore y Dave Gibbons)
-V de Vendetta (Alan Moore y David Lloyd)
-Ayako(Osamu Tezuka)
-Boca de diablo (Jerome Charyn y F. Boucq)
-El almanaque de mi padre (Jiro Taniguchi)
-Batman: año uno (Frank Miller y David Mazzuchelli)
-300 (Frank Miller y Lin Varley)
-¡Chhht! (Jason)
-Juego de manos (Jason Lutes)
-The Spirit (Will Eisner)
-Las reglas del juego (Will Eisner)
-Maus (Art Spiegelman)
-Nº 10 de Promethea "Sexo, estrellas y serpientes" (Alan Moore y J.H. Williams III)
-Heartland (Garth Ennis y Steve Dillons)
-Adolf (Osamu Tezuka)
-La prorroga (Gibrat)
-El lobo solitario y su cachorro (Kazuo Koike y Goseki Kojima)

Con esta lista puede valer. Como veis predomina el Sr. Moore y el comic más actual. Hay pocos clásicos, es cierto, y no porque no me gusten, sino porque no he tenido ocasión de leer demasiados. Procuraré ir enmendando la plana con el tiempo (me he suscrito a la colección del Principe Valiente y además me he hecho hace poco con los cuatro tomos de Ikkyu). De todas formas, lo que no me podreis negar es que hay la suficiente variedad como para captar la atención de casi cualquier aficionado al comic.Por cierto, el orden es puramente azaroso -caprichos de la memoria-, así pues, que nadie quiera ver en el un orden jerárquico.
¿Y el resto qué...?

Las cartas bocarriba: me gusta el cine de Woody Allen

Mientras sigo ensayando y ensañandome con las opciones técnicas que permite el blog, aprovecharé para ir definiendo el tono que adoptará esta página. Así quiero dejar bien claro que odio esos blogs que se dedican a contarnos las anecdotas más nimias e insustanciales que le acontecen a sus administradores. Ya sé que, bien contadas, podríamos encontrar en estos pequeños retazos de cotidianidad la esencia última y verdadera del universo todo. Pero es que tampoco me interesa abarcar tanto. Yo me conformo con objetivos tan poco pretenciosos como reeducar los gustos culturales de nuestra sociedad o iluminar el camino de tanta alma descarriada. Sencillo que es uno.




Bien, ya he dejado claro que no os voy a amargar la existencia con anecdotas propias. Así que, con la coherencia que este blog merece, lo haré con una anecdota que le sucedió a mi hermano.Supongo que no es necesario que entre en detalle y os cuente que mi hermano trabaja en Sevilla, en uno de esos centros de investigación que tiene el estado repartido por nuestra geografía. Tampoco os contaré que, siendo dependiente del estado , en lo único que emplea su tiempo es en conversar con sus compañeros. Renuncio a contaros todo esto. Sin embargo, a lo que no pienso renunciar es a contaros el desarrollo de una de esas conversaciones:

-Compañera de mi hermano (C.M.H. en adelante): "Me gusta mucho el cine, es una de mis grandes pasiones"

-Mi hermano (M.H. en adelante): Vaya, eso es estupendo. También a mi me gusta mucho. Y dime, ¿qué tipo de cine te gusta?

-C.M.H.: Oh... pues... bueno, en verdad me gusta todo tipo de cine...

-M.H.: ¡Que bien! Entonces supongo que te gustará el cine de Woody Allen. A mi me encanta.

-C.M.H.: Buff... vaya... ¿de verdad te gusta?.... joder,con eso ya me lo has dicho todo...

-M.H.: ... y tu a mi también...

En fin, no sé si entendeis el mensaje que se oculta tras tan tediosa anecdota. De todas formas, y para que nadie se lleve a engaño, quede por delante que a mi también me gusta el cine de Woody Allen. Ya podeis ir sacando vuestras propias conclusiones. ¿Y el resto qué...?

miércoles, 15 de febrero de 2006

Hoy ando perezoso... ¿y cuándo no?

Vamos, que no tengo yo hoy muchas ganas de estrujarme demasiado la sesera. Así que voy a autoplagiarme y dejaré la reseña que hice para otro foro sobre un pequeño video promocional. En ella se hace mención al Watchmen de Moore, con lo que de un tiro mato varios pajaros: doy mayor variedad de temas a la página, lo relaciono minimamente con el tema principal -el comic- y de paso agrado a mi unico/a lector/a. Voy con el copio-pego:

En la memoria [Antonio Gil Aparicio]


Desde hace tiempo vengo constatando con meridiana claridad la evidencia de que en el cine, como en la literatura, como en el arte en general o incluso como en la vida misma, por encima de modas, de planteamientos, de materiales de origen o de originalidades; por encima de cualquier otro aspecto que merezca ser considerado a priori se halla y reluce eso tan etéreo y difícil de definir y poseer como es el talento. Esa es la clave de cualquier obra que se precie; lo demás no son más que zarandajas para entretenimiento de académicos y fatiga de la gente sensata.

¿Pruebas en las que enraizar cuento vengo diciendo?
En el mundo del comic tenemos un caso tan contundente como el Watchmen de Alan Moore, en el que partiendo de un planteamiento tan manido, sobado, desgastado y deslucido como es el del universo de los superheroes, el talento del ingles se remonta por encima de cualquier expectativa y nos acaba sirviendo una obra ya clásica del medio, que sin renunciar a ser un comic de superheroes, es algo más -muchísimo más- que el simple comic al uso, tanto como para merecer incluso figurar en alguna lista de las mejores novelas del siglo XX (eso sí, en ingles).


¿Otra prueba?
Pues esta "En la memoria" de Antonio Gil Aparicio. Si les cuento que este pequeño documental de apenas veinte minutos fue concebido para su proyección en el Museo etnográfico de Azuaga como video promocional de dicha localidad y que de actores hicieron y sirvieron los propios vecinos de Azuaga, a excepción hecha una única actriz profesional, seguramente convendrán ustedes conmigo en que pintan bastos y que es mejor emplear esos veinte minutos en rellenar crucigramas u ordenar el papel higiénico del cuarto de baño antes que en aventurarse en su contemplación.


Y sin embargo, quienes así obrasen yerrarían gravemente, pues "En la memoria" es ante todo un hermoso documental en el que a traves de la suave cadencia de sus imágenes y su música se nos transporta, como mecidos por el agridulce vaivén de la memoria y la melancolía, a otra época que ya no existe y que es posible que no haya existido jamás, pero que sin embargo se siente en el corazón con igual o mayor viveza. Porque es aquí sin duda donde reside la gran virtud de la cinta, en su capacidad para llegar al corazón aún de quienes no han conocido ni la época ni el lugar; en la capacidad de transmitir las ilusiones, decepciones, esfuerzos, alegrías y llantos de un pueblo que por la magia de sus imagenes se convierten en las ilusiones, decepciones, esfuerzos, alegrías y llantos de todos los pueblos.
Es decir, lo local elevado a la categoría de universal; tal como debe ser en toda buena obra.

¿Y el resto qué...?